La conquista; el trauma que nos une

Hoy, 12 de octubre, fecha de un aniversario más (el 515) del descubrimiento de América por los españoles y del descubrimiento de los españoles por los indígenas. Mucho se hablado de esta celebración, pero es evidente que no se puede celebrar un genocidio. Sin embargo, independientemente de la forma en que se entienda la Conquista y la posterior fusión violenta de las dos culturas, una de las cuales, la española, era a su vez producto de otras fusiones violentas con moros, celtas o galos procedentes de aquella España invertebrada.

Hay un hecho sobre el que se debe reflexionar: las características de la nueva fusión compleja y contradictoria de la cual somos producto, tengamos en cuenta estos hechos: trescientos años de Colonia en la cual se formó, no por intención expresa, sino por un resultado natural, un tipo de sociedad que logró la independencia política de los españoles apenas en la segunda década del siglo XIX. El siglo XIX fue el de la lucha en contra de los invasores extranjeros y la formación de una nueva nación. El siglo XX, con la revolución mexicana de 1910, es una nueva etapa en el largo proceso de modernización que aún no termina, más cercano aquel proceso de integración económica de nuestro país a los Estados Unidos, el famoso TLC, enfrentándonos a un nuevo reto gigantesco: o bien se generaba una nueva y más profunda dependencia, o bien se busca una salida propia para nuestra identidad como nación, en un mundo sacudido por los cambios tecnológicos, políticos y culturales, bien conocemos los resultados. Ahora en estos tiempos cuando los países con mayor visión plantean y ya van saliendo del rezago económico (ejemplo latinoamericano, Brasil), de la crisis que azotó a todo el planeta, el nuestro trata de de seguir en la etapa de resistencia.  

De cara al celebre bicentenario; como nación hay grandes retos que afrontar, temas a discernir.

La conquista; aquel trauma que nos une; y la cuestión de la nación, hoy también a su vez motivo de debate. Esperamos poder contribuir con ello a una explicación, una exposición de ideas, un análisis más profundo, más claro de lo que hemos sido, de lo que somos, pero sobre todo, de lo que debemos llegar a ser en el futuro.


Nota:
La extensión del siguiente ensayo nos ha obligado a dividirlo en 9 partes, a saber:

1.- Tesis básica.
2.- La conquista: el desmontaje de la identidad.
3.- Reacción de los europeos frente al “descubrimiento”
4.- Dos imposiciones: catolicismo y legua castellana.
5.- ¿Podemos hablar de un trauma colectivo?
6.- Efectos y cicatrices
7.- La memoria como prerrequisito de cualquier emancipación.
8.- Bibliografía.

La conquista; el trauma que nos une

Reflexiones sobre la Conquista y la identidad latinoamericana

El carácter de un pueblo es la
sedimentación de la historia de
ese pueblo.
Freud, citado por Ferencü (1913)


Es difícil crecer sabiendo que la cosa
donde podemos agarrarnos para enraizar
está muerta.
Juan Rulfo, Pedro Páramo

1. Tesis básica

Investigadores como Guillermo Bonfil Batalla (Bonfil, 1991) han insistido oportunamente en el aspecto plural de nuestra América Latina. "América Latina —señala— es una región altamente diferenciada desde el punto de vista cultural. Tanto si se comparan entre sí los países que la integran, como si se analizan internamente cada una de las naciones latinoamericanas, la diversidad se manifiesta de manera rotunda." Nos tocará aquí insistir en el otro extremo de esta realidad: los factores que nos unen, o, mejor dicho, el trauma que nos unió, aquel; el trauma de la Conquista, que parece haber dejado en nuestros pueblos —como elemento negativo— una inclinación al fatalismo, a la irresponsabilidad y a la ineficacia. Entre los elementos positivos, encontramos la riqueza de nuestra capacidad expresiva, nuestro talento artístico, nuestro ingenio en las estrategias desarrolladas para sobrevivir y, no en último término, nuestra resistencia a la adversidad. Es conveniente advertir que nos centraremos más de los aspectos negativos que de los positivos. Seguramente no escaparé a la crítica de la inclinación a la autodenigración —de cualquier forma muy latina y, en especial, muy mexicana—. Evitando en lo posible la autocomplacencia, nos esforzaremos a esbozar la tesis: nuestra realidad actual de subdesarrollo tiene que ver —además de los factores macroeconómicos externos— con los efectos de un trauma básico del cual estamos muy lejos de sanar, esto es, la invasión iniciada por Cristóbal Colón en 1492 y continuada por Hernán Cortés, Francisco Pizarro, Pedro de Alvarado, etcétera. (Cfr. Mariátegui, 1924). Como bien señala Bittorf (1991), Cristóbal Colón representa el inicio de la hegemonía de Occidente sobre el resto del mundo. El "descubrimiento" de América sienta las bases históricas para lo que después se conocerá como división entre países desarrollados y países subdesarrollados, es decir, entre países explotadores y explotados. Bittorf, citando a Sale, señala: "Nosotros, en nombre de la cultura occidental —que por cierto apenas sabe de sentimientos de culpa— hemos impuesto con violencia nuestra lengua... hemos implantado nuestros valores en su corazón".

Nuestra interminable condición de subdesarrollo se encuentra íntimamente relacionada con los efectos altamente traumáticos de la matanza cultural que representó la irrupción del mundo europeo en nuestras tierras. El trauma ha sobrevivido en las mentalidades, en la memoria colectiva y en las instituciones. Nuestra más grande herencia es una herencia de contenido traumático. Los efectos traumáticos de orden sociopsicológicos distan mucho de ser superados, y tienen que ver con contenidos que permanecen inconscientes. Por lo demás, un trauma de tal magnitud requiere periodos de tiempo mucho más prolongados para ser medianamente elaborado y, desde luego, requiere indispensablemente insights respecto a la complejísima red de efectos. El esclarecimiento de estos factores representa un ineludible inicio de posibles cambios. Las recetas copiadas del Primer Mundo para tratar de salir del subdesarrollo fracasan una tras otra, al no tomar en cuenta la base sociopsicológica, las "mentalidades", el "carácter nacional", las "tradiciones", la "memoria colectiva" o, en resumen, el "inconsciente cultural" (Erdheim). Partimos, pues, del supuesto de que nuestra más grande herencia es una herencia de contenido traumático.

Una característica fundamental latinoamericana —que de tan obvia poco se reflexiona en sus consecuencias— es el mestizaje, no sólo racial, sino cultural y religioso. Somos estrictamente descendientes de los vencedores y de los vencidos. En América Latina, el elemento indígena ha sido reprimido, discriminado y perseguido. Uno de los deplorables motivos psicológicos inconscientes parece tener que ver con el hecho de que los indios son la memoria de nuestra derrota, el recordatorio exacto de nuestra sumisión forzada. Acabándolos, creemos eliminar, tanto nuestra sumisión, como nuestra derrota. Nuestros elementos indígenas guardan tradiciones..., pero también el profundo resentimiento. Como bien dice José Luis Martínez (1990), en su biografía de Cortés: "El trauma de la Conquista es una llaga que aún permanece viva en México". La referencia frecuente a México en el presente ensayo se explica por el hecho de que este país fue el que más intensamente padeció los efectos de la Conquista. Incluso, nos tomamos el atrevimiento de aventurar la hipótesis de que las sociedades americanas más conflictivas y con más problemas de identidad son las que fueron más golpeadas por la Conquista, es decir, México, Guatemala, Perú y algunas naciones del Caribe.

La derrota sufrida a manos de los conquistadores europeos es nuestra historia invisible. Invisible, precisamente, porque lo envuelve todo; estamos inmersos en ella. De la misma manera, los grupos étnicos que nos recuerdan esta historia de derrotas se constituyen en los sectores igualmente invisibles de la población, como los llamó Carlos Fuentes (1989): "La historia moderna del país... conspiró poderosamente para hacer invisible a la población indígena; primero, en el hecho mismo de la Conquista. Un pueblo derrotado, a veces, prefiere no ser notado. Se mimetiza con la oscuridad para ser olvidado, a fin de no ser golpeado". La represión intrapsíquica de nuestros componentes indígenas tiene su terrible correlato en el intento de exterminar, también en el exterior, a aquellos miembros de nuestra comunidad con mayor (o exclusivo) componente racial indígena.[1]

Nos basamos en el postulado psicoanaltico según el cual la tarea más inmensa para el ser humano es la confrontación, elaboración y dominio del mundo real y, con ello, desde luego, la confrontación, elaboración v dominio de su pasado. Esta tarea vale tanto para el individuo como para la sociedad, es decir, el trabajo de conocer y afrontar la realidad es una de las tareas básicas ligadas al desarrollo del hombre como individuo y como especie.

La formación de una personalidad autónoma e integrada está íntimamente ligada, no sólo a la interacción temprana con los padres, sino que se encuentra francamente inscrita en el campo de las tensiones sociales. Con el psicoanalista peruano Rodríguez Rabanal (1989), postulamos que los factores sociales son "generadores de estructuras psíquicas". La indigencia material lleva a la pobreza psíquica. Las condiciones de vida signadas por la pobreza y los sucesivos traumas son el caldo de cultivo del que "surgen personalidades con estructuras yoicas débiles" (op. cit., p. 38, ff) o con débil sentimiento de identidad (Páramo Ortega, 1991). Freud siempre tuvo puesto el ojo en las condiciones materiales como eje central para el desarrollo de la personalidad. Es muy conocido cómo se ocupó de la psicología, no sólo de las masas, sino de los pueblos, haciendo audaces aportaciones acerca del desarrollo de la civilización en Tótem y tabú, El yo y la psicología de las masas. El porvenir de una ilusión. El malestar en la civilización y en su obra póstuma, Moisés y el monoteísmo.

Ante un tema tan amplio y complejo, no puedo menos de prevenir al lector de lo provisorio e inacabado de las presentes reflexiones. En realidad, estamos en los comienzos de una apremiante tarea que, por lo pronto, empieza a caer en cuenta de nuestra continuidad histórica y del hecho de que somos psíquicamente configurados por acontecimientos históricos. Una psicología individualista se convierte en obstáculo para la percepción inicial de hechos supraindividuales que nos envuelven. Las reflexiones psicoanalíticas que tienen como temas primordiales este tipo de hechos históricos y culturales son las que han recibido el nombre —no muy afortunado por cierto— de etnopsicoanálisis.

1.1 Concepto de trauma

Entendemos por trauma psíquico

...cualquier acontecimiento de la vida de un sujeto caracterizado por su intensidad y por la incapacidad del sujeto de responder a él adecuadamente, y el trastorno y los fenómenos patógenos duraderos que provoca en la organización psíquica... el traumatismo se caracteriza por un aflujo de excitaciones excesivo en relación con la tolerancia del sujeto y su capacidad de controlar y elaborar psíquicamente dichas excitaciones (Laplanche/Pontalis, 1968).

Esta definición es sólo una síntesis de lo dicho por Freud. Con todo, quisiera añadir algo más. Freud señala que las impresiones excesivas, procedentes de una violencia externa, se convierten en trauma por ser "precozmente vivenciadas y olvidadas más tarde", y que mediante la postergación inicial indispensable a través del olvido "se les priva de la posibilidad normal de descarga"[2] (Freud, 1937, p. 178). Ya desde 1895 (Freud, 1895, p. 94), hablaba del trauma como un "cuerpo extraño" que, aun habiendo transcurrido bastante tiempo desde su penetración, prosigue teniendo efectos en el presente. Más adelante menciona que "toda impresión que el sistema nervioso tiene dificultades en resolver por medio del pensamiento asociativo o de la reacción motriz se convierte en trauma psíquico". Freud también advierte la existencia de traumas parciales acumulados y, desde luego, de predisposiciones, es decir, de terreno fértil o infértil ante estímulos externos. La magnitud de un trauma se mide por la desorganización psíquica que produce y por la dificultad en recordarlo. Sólo a través de la memoria se dan las condiciones de posibilidad de elaborarlo. En este punto —como en muchos otros— la tarea del historiador y del psicoanalista coinciden (Cfr. Pérez Robles, 1990).

2. El desmontaje de la identidad


La Conquista significó para los pueblos indígenas del México antiguo, como para los demás del Continente, la sustitución radical de sus creencias y formas de vida, y la subyugación de su libertad personal y del dominio de la tierra. A partir de 1521, el destino del indio que sobrevivió a guerras y pestes fue hacerse cristiano, adaptarse a los modos de vida españoles y trabajar como siervo y anónimamente para los nuevos amos, que gradualmente fueron apoderándose de su territorio" (Martínez, 1990, p. 77).

Si examinamos la descripción de Martínez, encontramos, punto por punto, lo que en psiquiatría y psicoanálisis es conocido como el desmontaje más cuidadoso de la propia identidad característica de sujetos sometidos a las condiciones más catastróficas imaginables. A esto hay que añadir que esta labor se extendió y ramificó, por lo menos, a partir de 1521 hasta el inicio de los movimientos libertarios latinoamericanos de alrededor de 1810. Estamos hablando de 289 años, es decir, siete generaciones, aproximadamente. Ahora bien, si examinamos lo que sucede después de los difíciles partos de independencia encontramos —hasta nuestros días— el vasallaje y la identificación con el agresor como mecanismos de defensa, es decir, como intentos de solución. Ante la amenaza de la pérdida total de la propia identidad, sólo queda a la mano la identificación con el agresor.[3]

Refiriéndose a la huella que nos dejó la invasión de los españoles a partir del "descubrimiento" de América, el historiador europeo Jean-Marie Le Clezio nos dice:

En el espacio de una generación, estas culturas indígenas... herederas de saberes y de mitos tan antiguos como la historia del hombre, son condenadas y reducidas a polvo, a cenizas. ¿Cómo entenderlo? Para efectuar tal destrucción es necesario todo el poder... en el que la religión, la moral, son tan importantes como la fuerza militar y económica... la Conquista no sólo es la usurpación de tierras, de reservas alimenticias, de caminos, de organizaciones políticas, de la fuerza de trabajo de los hombres y de la reserva genética de las mujeres. Es [también y fundamentalmente] la ejecución de un proyecto concebido en el origen mismo del Renacimiento con objeto de dominar al mundo.

Y a esto se le quiere llamar "encuentro de dos mundos". Recordemos también que uno de los propósitos centrales del proyecto de los monarcas españoles y de Colón fue, no sólo enriquecerse, sino obtener con ello la posibilidad de financiar la cruzada a Jerusalén para rescatar el "Santo Sepulcro". Se trata, pues, de un imperialismo religioso (véanse Fischer-Fabian, 1991; Bittorf, 1991).

Para el historiador inglés R. Carr (citado por Alarcón, 1990), las proporciones de este "encuentro" representan, ni más ni menos, "una tragedia cósmica". Para Carr, la denominación "encuentro de dos mundos" no podría ser sino una pieza ejemplar para una antología del cinismo, si no estuviésemos tan acostumbrados a ella. Con esto no perdemos de vista que, en efecto, se trataba de dos mundos; sólo falta añadir que la intervención de uno de esos mundos fue brutalmente agresiva, aventurera, arrogante y atrozmente mediatizada con ideologías religiosas. El otro mundo, el mundo indígena, plural, gastado, dividido y, en algunos casos, decadente.

En realidad, no todos los desastres fueron efecto de la Conquista. Semejante simplificación sería sólo una mezcla de rencor e ignorancia. En algunos casos, la decadencia (por ejemplo de los mayas) sufrió sólo un aceleramiento. Veamos lo que nos dice Benítez (Benítez, 1989):

La llegada de los españoles no hizo nada más que acelerar esta decadencia. Reducidos a la ignorancia, tratados peor que bestias de carga, respirando una atmósfera grosera y sofocante, los indios, en aquel naufragio donde desaparecían todas las razones fundamentales de su existencia, se aferraron desesperadamente a la embriaguez" (op. cit., p. 252).

Con todo, a Benítez no se le escapa señalar cómo utilizaron los blancos las debilidades de los indígenas, y continúa diciendo:

Por su parte, los españoles no vieron con indiferencia la ebriedad de sus esclavos. El alcohol fue para ellos, desde el principio, un sistema de represión tan eficaz como un ejército o una policía sabiamente organizada que tenía —sobre el ejército o la policía— la ventaja de proporcionarles enormes ganancias (op. cit., p. 225). 
Tampoco se trata de ignorar por completo algunos factores de conflictos internos que redundaron en que la obra de la Conquista prosiguiese su marcha victoriosa. En este sentido, es justo mencionar, por lo menos, el hecho de que numerosos tlaxcaltecas, ávidos de venganza hacia los aztecas, se unieron a Pedro de Alvarado en sus incursiones hacia el sur (cfr. León Portilla, 1964).

2.1.- Problemas generales de identidad

La identidad significa seguridad y certidumbre para el individuo, da cuenta de la permanencia, "circunscribe su unidad y su cohesión" (véase: Paris Pombo, 1990). Un elemento central de la identidad es la pertenencia a un determinado grupo, etnia, sociedad, etcétera. A pesar de la claridad de esta conceptuación, reina una gran confusión respecto al uso que se le da al concepto de identidad. En un extremo está Paz, hablando de "exceso de identidad"(semejante idea es, psicoanalíticamente, un absurdo), y en el otro está Bartra, que, a fuerza de arremeter —con razón— en contra de "la institucionalización de un pernicioso nacionalismo autoritario [...gracias a la cual se pretende legitimar una forma de hacer política como la única manera de ejercer la mexicanidad", parece pasar por alto que este tipo de cultura política es precisamente expresión de una forma de ser relacionada con la historia del continente latinoamericano.

Los españoles, de entrada, vieron a los mexicas como lo que no eran. Al no soportar sus peculiaridades, insistieron en verlos como habitantes de la India, y además intentaron considerarlos como ajenos a la condición humana (cfr. Meza, 1990). No tenían alma; tenían que hacer méritos para ser aceptados en la comunidad del homo sapiens. En el análisis del discurso narrativo de los conquistadores realizado por la española Beatriz Pastor (Pastor, 1983), la autora ha señalado que para referirse a los indígenas se aplica el término usado para designar cosas: se les llama "piezas". Las investigaciones psicoanalíticas han mostrado que no existe mejor manera de dañar la identidad que tomar a alguien como lo que no es y tratar de imponerle otras realidades. Éste es el mecanismo de la identificación proyectiva al que nos referiremos más adelante. A él acudieron los conquistadores sistemáticamente, al no soportar la novedad de los múltiples hechos que no cabían en su cosmogonía.

No está por demás explicitar que no concibo la identidad como algo fijo, ni menos aún prefijado, sino como un proceso en continuo movimiento y fruto del encuentro, en este caso, del choque avasallador de dos pueblos inicial y enormemente diferentes.

2.2.- La identificación con el agresor

No hace mucho, Rubén Bonifaz Ñuño (Bonifaz Ñuño, 1990) apuntaba la afrenta al pueblo de México presente en el proyecto de erigir un monumento enaltecedor de Hernán Cortés. La bonhomía de Bonifaz Ñuño no le impide señalar tal proyecto como proveniente "de [los representantes] más sombríos de la sociedad". Como provenientes de las capas más identificadas con el agresor, diría yo. Sigamos con Bonifaz Ñuño:

El sentido de esta suerte de monumentos es hacer permanente la figura de los héroes al perpetuarlos como dechados para los hombres presentes y futuros... pudiera ser explicable que a Cortés se le alcen monumentos en su patria, pero levantárselos en la nuestra equivaldría a proponer, como positivas para nosotros, la matanza, la mentira, la traición, que por sus hechos padecimos.

Viene a cuento aquí la caracterización que hace un historiador tan ponderado como José Luis Martínez (1990, p. 145):

Cortés estaba formado por un conjunto de cualidades, aptitudes y monstruosidades: calculada audacia y valentía, resistencia física, necesidad compulsiva de acción, comprensión y utilización de los resortes psicológicos y los móviles del enemigo... aceptación impávida del crimen y la crueldad por razones políticas y tácticas; ausencia de escrúpulos morales y de propensiones sentimentales... intensa religiosidad y fidelidad a su rey... ambición de poder y de fama más fuertes que el afán de riqueza. 
He ahí el modelo de agresor para ser venerado por los vencidos.

La culminación de toda estrategia imperial exitosa la encontramos cuando el subyugado suspira por adquirir la identidad del opresor, es decir, cuando el agredido se identifica con su agresor. Hemos visto a puertorriqueños deseando la incorporación a la bandera de las barras y las estrellas, y a los mexicanos llevando a sus mujeres a parir a territorio estadounidense, veíamos los esfuerzos financieros de la República Dominicana para vestirse de gala y festejar oficialmente el quincuagésimo aniversario del "encuentro de dos mundos". Otro ejemplo: Roa Bastos refiere cómo la burguesía paraguaya hacía todo lo posible para que sus hijos no aprendiesen guaraní, cuando, en sentido estricto, todos los latinoamericanos deberíamos hablar una lengua aborigen, además del idioma castellano. Esto sería un buen indicio de integración de las dos fuentes de nuestra identidad.

3.- Reacción de los europeos frente al "descubrimiento"

Para el horizonte del pensamiento europeo, fue un gran reto integrar en la imagen de sí mismo y de su mundo la nueva y radical alteridad del "Nuevo Mundo". Por cierto, la tarea difícil consistía en vencer la angustia procedente de dos fuentes, a saber: miedo a lo completamente nuevo y temor a las diferencias, a la alteridad del otro, si se me permite el pleonasmo. Es sabido que normalmente esta angustia inconsciente produce agresividad. Esta agresividad —en el caso concreto del descubrimiento de América— se manifestó en forma de genocidio. Gracias a las investigaciones de Gerbi (1982), sabemos hoy que hasta un espíritu del calibre de Hegel fue víctima de curiosos prejuicios, rayando en lo grotesco. Lo mismo les pasó a Voltaire, Hume y Montesquieu. Estos grandes pensadores estaban convencidos de la inferioridad del "Nuevo Mundo". Sus racionalizaciones tienen diferentes matices. Citemos ahora sólo una frase de Hume (citado por Gerbi, 1982, p. 47):

"Hay motivos para pensar que las naciones que se encuentran entre los trópicos de Cáncer y de Capricornio son inferiores en comparación con los otros". Podemos citar, también, uno de los últimos artículos críticos de Bitterli (1984), donde opina: "Los europeos abordaron con prejuicios las viejas y ajenas culturas del nuevo continente. Lo vergonzoso del asunto radica en que se trata de un prejuicio negativo, es decir, lo ajeno se convertía en animal, mientras que para los indígenas lo ajeno se convertía en divinidad".

Buffon nos proporciona, a propósito de las ciencias naturales, el más conocido ejemplo de prejuicio, cuando postula la teoría de que los animales encontrados en América son degeneraciones. Según Buffon, existen motivos suficientes para pensar lo mismo de los habitantes de América. Es evidente, y hasta irrisoria, la creencia de bases científicas para sostener semejantes teorías. Otro ejemplo muy conocido de prejuicio es la postura tomada por el teólogo Juan Ginés Sepúlveda en sus disquisiciones respecto a la supuesta guerra justa contra los indígenas de América (1547). Incluso el tan alabado fray Bartolomé de las Casas estaba impregnado de una visión del mundo cristiano-medieval según la cual, en último término, existe una diferencia sustancial entre un bautizado y uno que no lo es. Esto lo ha señalado, con justa razón, Tzvetan Todorov (1982,1984). Entre los méritos de Todorov se encuentra el haber tenido la lucidez de mostrar que "uno de los más grandes problemas de nuestra época consiste precisamente en saber cómo debemos manejar la alteridad, sobre todo cuando están de por medio diferencias culturales básicas".

Evidentemente, como nos advierte Meile (1972), no debemos caer en la simplificación crasa de "imaginarse una coalición general y permanente de los colonizadores contra los colonizados". Sin embargo, no podemos olvidar que, a fin de cuentas, los europeos que se oponían a las ideas colonizadoras no tuvieron peso ante las mentalidades abrumadoramente expansionistas y colonialistas.

4.- Dos imposiciones: el catolicismo y lengua castellana

Mucho se ha insistido en lo obvio: en todo el continente latinoamericano encontramos la religión católica y la lengua castellana como elementos abrumadoramente presentes, al grado de constituir la base de una cohesión interna para todos los pueblos al sur del río Bravo. Sin embargo, lo obvio se convierte frecuentemente en obstáculo deslumbrador dificultando el camino de la reflexión y el conocimiento. Me estoy refiriendo a que los tales indudables elementos de cohesión interna, catolicismo y lengua castellana, son impuestos, e incluso impuestos a través de violencia sistemática, es decir, son traumáticos. Nos une, pues, no una exaltación, sino un dolor; no un triunfo, sino una derrota; no un motivo de orgullo, sino de humillación; no un sentimiento de superioridad, sino de inferioridad. Nada se gana si, en lugar de afrontar el trauma, se niega, se olvida, se minimiza o se introyecta de tal forma que acabemos identificándonos con el agresor, bendiciéndolo como hijo arrodillado que besa la mano del padre que todavía trae el látigo en ella.

La identidad de los países latinoamericanos, tal como la conocemos hoy en día, resulta del grado y la forma en que el imperio español (lengua castellana) y el imperio vaticano (religión católica) incidieron en el conjunto de culturas indígenas que poblaban nuestro continente. El imperio español se sirvió de la lengua, de la espada, del caballo y de la pólvora. El imperio vaticano, de la cruz, de amenazas de condena eterna, de la infiltración de las conciencias. Desde luego, estos dos imperios afectaron en grado y forma distintas, digamos, a México y a Chile, o al Perú y al Uruguay.

La Conquista aplanó —sin lograrlo por completo— las diferencias de los pueblos indígenas. Como ejemplo de esta intención veamos lo que dice el autor del prólogo de la Gramática de la lengua castellana, de Lebrija, escrita en honor de la Católica Majestad (citada por Subirats, 1991): "El tercer provecho deste mi trabajo puede ser que vuestra Alteza metiesse debaxo de su iugo muchos pueblos bárbaros y naciones de peregrinas lenguas, y con el vencimiento [derrota] aquellos [los indígenas] tenían necesidad de recebir las leies quel vencedor pone al vencido". España y Portugal homogeneizaron el continente. Desgraciadamente, el factor homogeneizador que predominó fue de orden traumático.

W. Howitt, citado por Marx, dice: "Los actos de barbarie y de desalmada crueldad cometidos por las razas que se llaman cristianas contra todas las religiones y todos los pueblos del orbe que pudieron subyugar no encuentran precedente en ninguna época de la historia universal, ni en ninguna raza, por salvaje e inculta, por despiadada y cínica que ella sea". Esta barbarie señalada por Marx (Marx, 1867) constituye precisamente el trauma que nos distingue, más allá de la religión y lengua que nos son también comunes en el continente latinoamericano. La religión, además de haber entrado con sangre, es reabsorbida en un segundo impulso que brota del infortunio del trauma. Roa Bastos (1960) —ciertamente sin aplicarlo a lo que yo ahora lo aplico— expresó esta idea con las siguientes palabras: "Puesto que estaban unidos por el infortunio, la esperanza de la redención también debía unirlos hombro con hombro". Primero vino el infortunio y luego "el suspiro del hombre" (Marx), es decir, la religión como intento de calmar el sufrimiento. Desde el punto de vista antropológico, el factor central del sufrimiento, el elemento común a todo sufrimiento, estriba en tener que aceptar[los], tener que admitir[los] contra la propia decisión, contra la propia elección y en contra de los propios intereses y necesidades (Rompeltien, 1990).

Apenas es imaginable mayor sufrimiento que el padecido por los habitantes de este continente, milenariamente aplastado. Precisamente las características señaladas en las cursivas anteriores representan el elemento más traumático, es decir, si el sufrimiento es gestado desde la íntima decisión del otro que irrumpe en mi vida, el sufrimiento será necesariamente más traumático; se le añade un elemento de radical humillación. ¡Cómo se fascinan y se extrañan los europeos en ver tales abismos de sufrimiento acumulado y soportado en los bellos ojos indígenas del continente americano! ¿Olvidan acaso cómo se produjeron y a manos de quiénes?

4.1.- La justificación religiosa de la Conquista

El propósito evangelizador, es decir, la propagación de "la verdadera religión", le proporcionaba a los conquistadores una justificación moral de gran eficacia. La fuerza de la espada, sumada a la fuerza de la cruz, adquiere proporciones inusitadas.

Además de las curiosas tesis de Sepúlveda, expuestas en su Tratado sobre las justas causas de la guerra contra los indios (Sepúlveda, 1987), veamos que incluso Bartolomé de las Casas cae en posturas inadmisibles. La tan justamente alabada defensa de los indios realizada por el fraile estuvo seriamente pervertida por su propósito fundamental: "atraer a todos los pueblos a la verdadera religión". Lo demás —incluyendo la bondadosa defensa de los indios— se degrada a la categoría de hábil estrategia. Su lección no deja de ser una lección de intolerancia frente a la manera de pensar del otro. En este sentido, no deja de ser un atentado a la identidad indígena. Lo central para él es el modo suave, el modo no violento de ir imponiendo a los indígenas la religión católica. En las Casas persiste la intolerancia básica frente al que tiene otra visión; por lo mismo, no pasa de ser un buen estratega, pero a fin de cuentas un estratega de una inaudita soberbia: los no cristianos transitan los caminos del error, habitan en las tinieblas del culto de dioses que no son los "verdaderos" (cfr. las Casas, 1975). El polo opuesto del inadmisible espíritu misionero lo encontramos, siglos después, en el maestro de Jorge Luis Borges. Nos referimos al caballero don Macedonío Fernández, de quien su discípulo Borges decía: don Macedonio

...era muy lacónico para hablar y muy cortés, de modo que él siempre le daba una forma interrogativa a lo que decía, porque le parecía que decir "a mí se me ocurre tal cosa" ya le parecía una soberbia. Entonces él decía suavemente: "Habrás pensado muchas veces tal cosa" (Borges, 1991).

Apenas se puede uno imaginar mayor contraste entre el escritor Macedonio Fernández y el misionero las Casas. Para el primero, no solamente no había que imponer lo que uno piensa, sino que hacía patente que lo que él pensaba apenas era un intento de pensar. Para el misionero, por el contrario, lo que él pensaba era la verdad absoluta. Si estos aspectos no han podido ser detectados —muchas veces ni siquiera por lúcidos estudiosos de aguda mirada—, habrá que ponerlo a cuenta del insidioso temor a tocar una figura prestigiosa tan íntimamente ligada a los atávicos temores de la religión.

La crítica que he dirigido a Bartolomé de las Casas vale en mi opinión también para el famoso y multialabado "experimentó sagrado" o "Ciudad de Dios" que los jesuitas emprendieron con los indios guaranís en Paraguay. En mis opiniones me estoy apoyando en la aguda y bien documentada crítica que hace Lugones (1983), quien describe el "experimento sagrado" como "sólida explotación". Igualmente, tomo como referencia sobre el tema el detallado trabajo del italiano Alberto Armani (1987). Para este autor, la supuesta organización "comunista" en realidad no incidía para nada en la transformación de las relaciones de producción, sino que la organización económica introducida por los jesuitas era, más bien, un instrumento secundario al servicio de su propósito central: la evangelización, el trasplante de sus propias convicciones, la conversión al cristianismo de los indígenas. Y todo esto, para "mayor gloria de Dios". El trabajo de Armani es una contraargumentación a la precipitada interpretación pseudomarxista de Clovis Lugon (no confundir con el antes citado Lugones), quien equivocadamente creyó ver en la "ciudad de Dios" un comunismo cristiano. Según la detallada documentación de Armani (la cual coincide con Lugon), se puede ver fácilmente que la "ciudad de Dios" no destacaba en realidad por su respeto hacia los indios, a pesar de que los jesuitas habían creado una gran cantidad de cosas interesantes para el provecho de los indígenas. Precisamente, este hecho oculta la realidad de base. Entre otras astucias de los padres jesuitas, mencionemos solamente el caso de la educación de los infantes, a la que prestaron especial atención. Gracias a esta estrategia, la siguiente generación educada de tal manera olvidó fácilmente la tradición y la cultura de sus padres, juzgándolas—arrogantemente— inferiores. Esto tuvo un resultado devastador sobre la cultura indígena. No nos extrañemos de contemplar ahora huellas psicológicas en el sentimiento de identidad.

A las religiones indígenas —que sobreviven en el sincretismo— se les añadieron encima dos capas de dominación: la primera es el catolicismo y la segunda es el catolicismo español, es decir, ni siquiera se trata del desarrollo de un cristianismo criollo o mexicano (respectivamente peruano, etcétera). Ricard (Ricard, 1986), hablando del caso de México, lo formula así:

A una cristiandad indígena se sobrepuso una Iglesia española, y la Iglesia de México apareció finalmente, no como una emanación del mismo México, sino de la metrópoli, una cosa venida de fuera, un marco extranjero aplicado a la comunidad indígena. No fue una Iglesia nacional [todo esto permite ver]... la influencia decisiva que esta génesis puede ejercer sobre la vida de toda una nación.

En realidad, a lo largo de toda la historia, las justificaciones morales proporcionan la necesaria condición para cualquier abuso. La Conquista del hoy continente latinoamericano fue doble, espiritual y material, en convivencia perfecta. Las cicatrices son obvias: las grandes masas que habitan nuestro continente profesan la religión católica, apostólica, romana e hispana. Hasta la fecha, los destinos políticos de nuestros países siguen siendo brutalmente influenciados o cooptados por los mandatos provenientes del Vaticano. Prácticamente ningún  mandatario latinoamericano puede dejar de considerar o negociar sus decisiones más trascendentales sobre política poblacional con sus antiguos conquistadores "espirituales": la Iglesia romana.

5. ¿Podemos hablar de un trauma colectivo?


El hablar de un trauma colectivo presupone el reconocimiento pleno de la eficacia y operatividad de fuerzas sociales de las que no se tiene conciencia. En el marxismo se habla —a propósito de las motivaciones de los protagonistas de la historia— de "causas históricas" (geschichtlichen Ursachen) como "fuerzas activas" (treibenden Kräften) que se depositan en las cabezas bajo forma de motivos personales, y de la necesidad de investigarlas desde esta perspectiva (Engels, 1888; Sommer, 1991).[4]

La sociología burguesa habla con frecuencia —con menos rigor del que desearíamos— de la fuerza de la tradición, pero se aplica el concepto en forma más o menos vaga, y se acentúan los aspectos positivos, altamente valuados: la preservación de modos de convivencia, costumbres, arte, ciencia, leyes y religión de determinados grupos, etnias o pueblos enteros. Aquí, en estas líneas, "el trauma que nos une" deber ser concebido como tradición negativa, es decir, negativa en cuanto preserva los efectos negativos de un trauma histórico de proporciones extraordinarias. Desde luego que esta "tradición negativa" ha dejado, también, un par de características que, si se consideran aisladamente, no podemos menos de atribuirles signo positivo: la ingeniosa capacidad de improvisación, hija de la astucia y meta del impulso de sobrevivencia. Sobre esto hablaremos un poco más adelante, al tocar el tema del llamado "carácter latino".

Darcy Ribeiro (1990, p. 23) expresamente extiende el concepto de trauma a una cultura entera: 

"En ciertas condiciones catastróficas —como derrotas bélicas, las hecatombes y las conquistas— las formas de expresión de las culturas pueden ser reducidas a límites mínimos. Esas vicisitudes a veces traumatizan tan profundamente a una cultura que la condenan a desaparecer. Sin embargo... su cultura sólo desaparecerá..." en caso de que no exista la posibilidad de transmitirla a los descendientes. La última barrera contra el desmontaje de la identidad lo constituye la preservación del lenguaje oral, ya que, ante la carencia de un lenguaje escrito, sólo queda, por lo general, la tradición oral. Carlos Fuentes (en el prólogo a Benílez, 1989) comenta cómo "el intento educativo de los primeros frailes duró bien poco; y el clero se reservó el dominio de la escritura para aumentar el dominio general sobre las poblaciones analfabetas del nuevo mundo".

Refiriéndose a catástrofes culturales, incluso de menor envergadura que el genocidio ocurrido en nuestras tierras, Habermas (1991) habla de "daños de largo alcance", "daños imponderables" y de desaparición de culturas enteras, señalando, a la vez, las enormes dificultades en reconstruir una cultura cuando ésta ha sido tan cuidadosamente minada en sus raíces.

También Borkenau (reseñado por Schmid-Noerr, 1988), a propósito de hecatombes culturales, haciendo referencia a los griegos, nos habla de la catastrófica derrota de los tebanos ocurrida 1200 años antes de Cristo a manos de conquistadores griegos provenientes del noroeste, la cual ocasionó "una marcada regresión" en la civilización anterior a la derrota de Tebas. Borkenau insinúa que el alto desarrollo de la mitología griega representa un intento genial de la elaboración de los horrores de la dominación sufrida. El término que usa Borkenau es "Schreckengeschichte" (historia de horror), y, desde luego, la conquista del Nuevo Mundo es una historia de horror sin paralelo alguno. Queda claro que la elaboración del trauma permanece plasmada en la riqueza de la mitología. El alto desarrollo de la literatura latinoamericana, sobre todo el llamado "realismo mágico", podría interpretarse, mutatis mutandis, como un intento indirecto y tardío de la elaboración del gran trauma colectivo. La casi desaparición de la mayoría de las lenguas indígenas (sobre todo las meramente orales, que son la mayor parte de ellas) da cuenta de la magnitud del trauma, y, a su vez, aceleran el movimiento decadente. Recordemos que, a fin de cuentas, el esplendor de la literatura latinoamericana no es un esplendor de literatura quechua, náhuatl o tarasca. Borkenau —historiador especialista en los periodos más oscuros de la civilización y tan cercano a los conceptos del psicoanálisis— aborda culturas enteras como unidades que constituyen el sustrato de procesos históricos amplios. Para él, esas "entidades culturales" están constituidas por "actitudes humanas básicas (Grundhaltungen) idénticamente repetidas" por tener como fondo acontecimientos históricos globalizantes. Ésta es precisamente la idea central que venimos desarrollando. Coincidimos, pues, con las ideas principales de Borkenau (Borkenau, 1984) expuestas en su obra monumental, Ende und Anfang.


5.1.- El trauma colectivo: algunas aportaciones psicoanalíticas

Freud, en distintos pasajes de su obra, recurre a argumentos que se refieren, tanto al concepto de "traumas colectivos", como al de "inconsciente de los pueblos" (Umbewuβten der Völker). Estas aportaciones no se refieren a los individuos, pues para Freud "el contenido del inconsciente es, fundamentalmente, colectivo, es decir, propiedad común de la especie humana" (Freud, 1939a, p. 241; véase también Butzer/Burkholz, 1991). Para él, en la ontogénesis está incluida la filogénesis. Aunque esta aseveración hoy en día deja mucho que desear (cfr. Luft, 1991), fue este tipo de consideraciones lo que le permitió establecer tan audaces hipótesis sobre la cultura entera.

Un texto notorio, en el que se destaca la importancia de las experiencias de las generaciones anteriores, lo encontramos en sus consideraciones sobre la guerra y la muerte (Freud, 1915, pp. 333-334), en donde menciona que el "individuo no se halla tan sólo bajo la influencia de su medio cultural presente, sino que está sometido también a la influencia de la historia cultural (Kulturgeschichte) de sus antepasados". En su artículo sobre lo inconsciente (Freud, 1913, p. 294), compara los instintos con los que nace el animal con los "contenidos psíquicos heredados" (ererbte psychische Bildungen). Es poco conocida esta insistencia de Freud respecto a la transmisión filogenética de experiencias a través de varias generaciones.

No podemos hablar de una herencia directa en el yo —acota Freud en 1923—... los sucesos del yo parecen, al principio, no ser susceptibles de constituir un elemento heredable, pero cuando se repiten con frecuencia e intensidad suficientes en individuos de generaciones sucesivas, se transforman, por decirlo así, en experiencias del ello, cuyas impresiones quedan conservadas hereditariamente. De ese modo, abriga el ello heredado innumerables existencias del yo [de otros individuos] (cursivas nuestras).

El lamarckismo de Freud recibió poca atención, porque las ideas predominantes hasta ahora en biología parecen descartar la posibilidad de transmitir experiencias adquiridas.

Los motivos de reflexión que llevaron a Freud a pensar en la posibilidad de la transmisión de contenidos psíquicos a través de varias generaciones fueron la persistencia de determinados contenidos simbólicos en sueños o en mitos: la persistencia del tabú del incesto, la persistencia de la culpa frente a la muerte del padre, la rivalidad fratricida, sus investigaciones sobre la ley mosaica y el antisemitismo. Todo esto lleva al psicoanalista Beland (1990) a reflexionar si no tendrá razón Freud cuando los nuevos resultados de la biología molecular se encarguen de poner seriamente en entredicho el veto a las ideas de Lamarck. Beland, en el artículo arriba citado, habla precisamente del tema que nos ocupa: "la posibilidad de transmisión hereditaria de reacciones ante traumas colectivos" acaecidos generaciones atrás. Con todo, el idioma, las religiones, los ritos, los mitos y las costumbres como transmisores de información no requieren pasar la vía estrictamente hereditaria, es decir, no requieren formar parte del genoma.[5] Por otro lado, los mecanismos psicológicos de identificación inconscientes (Haesler, 1991; Kogan, 1990; Beland, 1990,1991) alcanzan a explicarnos bastante cómo lo vivido directamente por una generación puede pasar a muchas otras posteriores que no fueron testigos directos de los acontecimientos, sin necesidad de suscribir —en el mismo grado en que lo hizo Freud— los postulados de Lamarck, Haeckel y Pauly respecto a las vías de transmisión.

En Tótem y tabú, Freud insiste en que los acontecimientos pasados, desaparecidos, reprimidos en la vida de un pueblo, tienden a retornar, es decir, no son exterminables. Lo que nos queda por averiguar en detalle —confiesa Freud— es "en qué forma psicológica subsiste eso [lo pasado] durante el lapso de su latencia" (op. cit.). Freud concluye de la siguiente manera:

"Los sedimentos psíquicos de aquellos tiempos se convirtieron en una herencia" ya dada, o sea, que no requiere ser adquirida nuevamente. Esto no es otra cosa que la herencia filogenética. Freud nos señala que una serie de investigaciones psicoanalíticas muestra que "en una serie de significativas relaciones, los niños no reaccionan de acuerdo con sus propias vivencias, sino, de manera instintiva, a semejanza de los animales, de un modo sólo explicable por la herencia filogenética" (op. cit). Todas las hipótesis propias y de otros autores, incorporadas a este escrito, giran alrededor de esta cuestión planteada por Freud: tratar de averiguar los efectos psicológicos de un pasado traumático colectivo. El modo de dicha transmisión sigue siendo reiterada ocasión de constatar nuestra ignorancia. Estamos frente a un continente particularmente vasto y oscuro. Freud advirtió la necesidad de mayores investigaciones, tanto biológicas como psicoanalíticas. Habló, por ejemplo, de un olvido "colectivo", que en sentido estricto "es un fenómeno de la psicología de las masas y no ha sido aún objeto de las investigaciones psicoanalíticas" (Freud, 1901, p. 48).

A pesar de todo, poco a poco han ido apareciendo algunas investigaciones psicoanalíticas cuyo objeto ha sido averiguar la transmisión de un trauma que no ha sido directamente experimentado por las personas investigadas. Se trata de casos en los cuales los traumas fueron padecidos por los padres (respectivamente, abuelos, bisabuelos, etcétera). En otras ocasiones, se trata de acontecimientos que ocurrieron solamente en la fantasía y, por consiguiente, pertenecen, no a la realidad histórica, sino a la no menos real realidad psíquica. Estos estudios han sido posibles recientemente en ocasión de la trágica herencia psíquica observable, no sólo en los protagonistas del holocausto judío en época del nazismo, sino, precisamente, en las siguientes generaciones. Uno de los mecanismos en juego es el de la silenciosa identificación. El trauma de los adultos no necesita ser comunicado verbalmente a la siguiente generación, sino que es transmitido justamente a través de un silencio selectivo.[6] Desde luego, silencio selectivo significa también represión selectiva y, por lo tanto, zona de conflicto propicia a los malentendidos, confusiones, angustias desplazadas, explicaciones fallidas, inhibiciones, etcétera. Además de las identificaciones espontáneas, inevitables, relativamente sencillas y comprensibles) por lo menos parcialmente inconscientes, nos encentramos con la más compleja trasmisión activa —aunque no por eso consciente— de la identificación proyectiva. A través de este mecanismo los padres intentan apartar de sí contenidos psíquicos inaceptables o indigeribles, que, no sólo son colocados parcialmente en el otro, sino que se promueven activamente conductas en los hijos que les permitan confirmar que los contenidos están a buen resguardo, ya no en si mismo, sino en el otro. Mediante este desesperado mecanismo se pretende asegurar que el otro recibió los contenidos inconscientes que son inextinguibles, imborrables. En un segundo paso, y en virtud de la fuerza del resorte de lo reprimido que tiende a presentarse de nuevo en la superficie, el actor directo de la identificación proyectiva intenta promover, inducir, en el otro las conductas que rechaza en sí mismo con la esperanza de que precisamente el otro y no yo sea quien las viva, las modifique o las elabore en el transcurso de este viaje macabro. Como puede fácilmente imaginarse, la confusión entre los actores de este drama es considerable. Este mecanismo —intra e interpsíquico— obviamente deja serias perturbaciones en el débil aparato psíquico de quien es su receptor (cfr. Ogden, 1979; Zwiebel, 1988). Por lo demás, a la identificación proyectiva le queda asignada la función de anudar el paso entre una y otra generaciones. Por supuesto, esto no quiere decir que los contenidos así transmitidos sean necesariamente y siempre de contenido traumático.


Conciencia histórica y conceptos afines

Hemos venido sosteniendo que el trauma de la Conquista es un trauma histórico de larga fabricación y de efectos de siglos que aún perduran. Como mecanismo de defensa, de poco nos sirve el olvido. Olvidar sólo sirve a muy corto plazo; por lo demás, complica la salida del laberinto, no resuelve nada. Es bueno saberlo: el camino que se debe emprender es exactamente el contrario del que nos llevó a olvidar. Recordar es la propuesta freudiana.

El concepto de conciencia histórica es trabajado por Hegel en su Fenomenología del espíritu, y se entiende con ello el vivo sentimiento de la fuerza del pasado. Se trata de la capacidad para percibir la activa presencia del pasado en cada momento presente, sin perder en todo esto la visión de conjunto. Esta conciencia implica, desde luego, concebir la historia como un proceso orgánico. Como término técnico, es Dilthey (1833-1911) quien, a partir de 1866, contribuye a su consagración. Es el mismo Dilthey, en su Introducción a las ciencias del espíritu (1813), quien lo usa como término central, entre cuyos más inmediatos antecesores se encuentran Lessing, Leibniz y, desde luego, el ya citado Hegel. El punto de especial interés para nuestro tema es que, para Dilthey, el sentido histórico es entendido como propiciador del buen desarrollo psíquico ("einer Entwickiung des ganzen Seelensleben hemorgebracht", citado por Renthe-Fink, 1971, en Ritter).

El desarrollo del sentido histórico se inscribe entre las tareas propias de la ilustración y, en este sentido, es tarea del pensamiento desarrollado por Freud acrecentar precisamente la conciencia histórica. Para la conciencia histórica no hay dogma posible, ni sistema acabado, ni visión perenne y última de las cosas. A través de la conciencia histórica podríamos evitar, con mayor facilidad, cualquier entusiasmo triunfalista. Recordemos aquí que es precisamente Freud quien, además de ahondar la conciencia histórica en sus ensayos sobre la filogénesis y sobre la cultura en general, introduce seriamente la historia en la psicología predominante hasta antes de él. Freud encuentra en ello, también, un efecto emancipador y esclarecedor de alcance terapéutico. Como consecuencia, introduce también la política en la psicología, pues descubre que las realidades históricas y políticas tienen efectos perturbadores, es decir, enfermizantes en el ser humano. Combatir la amnesia es, pues, para los pueblos, como para los individuos, reconfortante, estabilizador, soporte de lo que se conoce como identidad. Y todos sabemos los beneficios que se desprenden de un sentido de identidad bien estructurado. Así pues, la tarea de la historia y la labor psicoanalítica, no sólo confluyen, sino que en ocasiones se confunden (cfr. Pérez Robles, 1989).

5.2.-Conciencia colectiva

Durkheim entiende por conciencia colectiva "el conjunto de creencias y de sentimientos comunes al término medio de los miembros de una sociedad, los cuales constituyen un sistema determinado que tiene vida propia" (véase Garmendia, 1990). Esto no significa que la comunidad quede místicamente hipostasiada, sino que entre nuestras representaciones mentales hay algunas —precisamente propias de nuestra colectividad— que determinan la dirección de nuestra actuación sin que caigamos en cuenta de ello.

Vivimos en una época en la cual existen serias dificultades para captar los fenómenos propios de la conciencia colectiva; un efecto secundario de la cultura propia del capitalismo ha traído consigo una exacerbación del individualismo. Ya no nos sentimos suficientemente insertados en las tareas y en los movimientos colectivos. De una cultura individualista se deriva la dificultad en captar en qué medida somos llevados por las corrientes históricas y sociales. La inserción colectiva queda suplantada por la "conexión" con el mundo de las noticias en la pantalla de la televisión. Dicha conexión es simplemente el antídoto de la soledad, disfrazado, además, de inserción colectiva. El poder saber que 50 personas murieron en un descarrilamiento de un tren en las cercanías de Yakarta diez minutos después de ocurrido es una pobre sustitución de la cruda realidad: no saludamos al vecino y no sabemos qué ocurre en nuestro municipio, ni, desde luego, cuáles son los movimientos históricos en que ciegamente nos encontramos. La desinformación disfrazada de información oculta nuestra ausencia de sentido histórico. Una sociedad dominada por los mass media al servicio de los consorcios transnacionales nos coloca en una situación histórica para la cual no hemos encontrado una respuesta. La masificación y estandarización de las conciencias avanza y parece no encontrar obstáculos, al menos hasta ahora.

6. Efectos y cicatrices

Refiriéndose a México, Florescano (1987) habla de "destrucción y pulverización de la memoria étnica global", haciendo mención del hecho de que "la múltiple segregación étnica, territorial, jurídica, política, social y económica clausuró la posibilidad de desarrollar una memoria y una conciencia histórica global y alentó la formación de una memoria y de una solidaridad social, reducida al ámbito local" (cursivas nuestras), lo cual equivale a decir —en esta segunda parte— dificultad en desarrollar una solidaridad real que vaya más allá del compadrazgo y la capilla. No nos extrañe, pues, toparnos con una dificultad real en encontrar un comportamiento solidario internacional e inter latinoamericano. La incapacidad en desarrollar un comportamiento solidario tiene efectos devastadores. Cualquier impulso serio para intentar salir del subdesarrollo carece de presupuestos elementales. De poco sirve la insistencia meramente retórica a favor de la solidaridad sin una visión más clara y más profunda de la realidad que la entorpece.

6.1.- El "carácter latino"

Tal vez se pueda establecer una conexión entre el conflicto de identidad del que hemos venido hablando y la irresponsabilidad como carácter fuertemente representado en la población latinoamericana. Por cierto, otro rasgo, la ineficacia crece a la sombra de la irresponsabilidad. El poder decir "yo soy responsable de esto o de aquello" presupone una clara conciencia de mi identidad. Rodríguez Rabanal ha hablado también de la inclinación a "delegar masivamente la responsabilidad a otros" (op. cit., p. 42), e interpreta este rasgo de carácter como efecto de las condiciones materiales de pobreza, es decir, lo ve como una cicatriz en el aparato psíquico. Dentro del gran capítulo de las "condiciones materiales", se incluyen aquí, no solamente la indigencia, sino el trauma acumulado de la Conquista. Según esto, las formas de ser típicamente latinoamericanas representan, entre otras cosas, el intento de solución, el intento de elaboración de un trauma histórico básico. Desde siempre, y en las más diversas latitudes, los viajeros europeos reportan con asombrosa monotonía algunos rasgos de estas tierras. Así, por ejemplo, Artur Morelet, en su viaje por Tabasco en 1847, queda impresionado de la "incuria y la ignorancia" para llevar a cabo las tareas de la explotación maderera racionalmente.

J.L. Stephens, en 1843 (ambos citados por Cabrera, 1987), habla del reiterado encuentro con "hombres apacibles, inofensivos e ineficaces". Pocas etnias —por ejemplo, los mayas de Yucatán— muestran lo contrario; sin embargo, este espíritu de resistencia no pudo durar mucho, y ahora observamos los rasgos del derrotado.

En el caso especial de México, Jorge Portilla (1986) relaciona el fenómeno del "relajo", esa jovialidad ingenua tan típicamente mexicana, con falta de seriedad, entendida como la ausencia de compromiso, de responsabilidad y solidaridad: "el sentido del relajo es suspender la seriedad". Portilla habla de seriedad como "íntimo movimiento de adhesión y compromiso ante un valor". "La seriedad es —prosigue Portilla— el compromiso íntimo y profundo que pacto conmigo mismo para sostener un valor en la existencia." Ciertamente, sería necesario investigar si este fenómeno del relajo tiene una especificidad mexicana o no. No conozco ninguna investigación al respecto, si se da en otros países, en qué grado y con qué matices.

Un rasgo entre nosotros los latinoamericanos contradice las normas más básicas de la forma de producción capitalista. Hablo de la "impulsiva y pródiga liberalidad, ejercida por el gusto de jugar un instante al bienhechor regio —característica de individuos y pueblos para quienes la pobreza es lo habitual y normal" (Andrae, 1966). A esta pródiga liberalidad de que habla Andrae podría llamársele también "jugar al rico", es decir, un vano e infantil intento de ejercer una riqueza, ausente ya, por haber sido despojados de ella tiempo atrás. El registro en la memoria colectiva no es borrado fácilmente. Este derroche súbito —y en ocasiones ritual— recibe otra plausible explicación económica de parte del etnohermeneuta Hans Bosse. Bosse (1979), en sus investigaciones con grupos étnicos tzotziles y zeltzales, describe con acierto el desarrollo de una "contracultura defensiva". Dicha contracultura se manifiesta en lo que, ante los ojos del europeo o norteamericano capitalista, es simplemente "holgazanería, mentira y rapiña". Favre (citado por Bosse, p. 9) nos habla de la mentira como defensa contra los blancos, holgazanería como venganza y rapiña como un intento de hacerse justicia por propia mano. Esta tríada es interpretada en su conjunto por Bosse como "callada resistencia" pasiva (verschwiegene Widerstand) frente al modo de producción capitalista que amenaza sus tradiciones más enraizadas y sus vínculos culturales, que, de todos modos, acaban siendo derrotados por la pobreza que los impulsa a emigrar hacia las grandes metrópolis, en donde culturalmente desaparecen, víctimas de la marginación más despiadada. La cultura política dominante en esos grupos étnicos no ajusta para establecer autonomía y progreso.

Una economía meramente de subsistencia resulta desastrosa. Con todo, quien pretenda explicarlo como sólo pobreza, o sólo irresponsabilidad perezosa, se quedará en la superficie del problema. La ausencia de previsión, en una palabra, la ausencia de futuro como categoría encargada de percibir nuestra inserción en el tiempo, revela una actitud hacia el tiempo (y lógicamente hacia la muerte) incomprensible para los ojos de quienes no estén dispuestos a ver que detrás de la mala planeación y la mala administración de la economía están en juego traumas colectivos de grandes proporciones, que entorpecen la eficacia, que minan la solidaridad, que infunden sumisión e inseguridad. En términos psicoanalíticos, que debilitan la identidad, y de una identidad debilitada difícilmente puede brotar la solidez y el profesionalismo en la ejecución. En la prensa extranjera podemos leer repetidamente la impresión que dejan nuestros presidentes: les falta estatura de hombres de Estado. Por lo demás, el mismo pasado milenario de derrotas múltiples se concreta en actitudes psíquicas que, no sólo conducen al fracaso, sino que están envueltas en actitudes de grandeza y de negación de la realidad.

En América Latina —en realidad, agudamente en México— uno puede orientarse sobre los acontecimientos reales simplemente leyendo las negativas de la clase gobernante. Para ellas no hay descalabros, ni errores, ni calamidades. Hasta las catástrofes naturales son embellecidas cuando no pueden ser totalmente negadas. Hemos heredado el uso de la negación como mecanismo de defensa a lo largo de milenios. El multicitado Bosse intenta descifrar —con instrumental psicoanalítico de base— los significados ocultos de una contracultura que intenta defenderse de la cultura del invasor (Besatzerkultur, op.cit., p. ll).

El investigador norteamericano Dealy (1991), en su interesante interpretación de América Latina, centra su estudio en los hombres públicos y en el trasfondo de una cultura inclinada al caudillismo. Él señala como virtudes públicas o valores propios del latinoamericano el ocio, la fastuosidad, la generosidad, la dignidad y la hombría. Sin poder extenderme aquí en estos puntos, sólo quisiera señalar que se puede intentar una lectura de las observaciones de Dealy desde la perspectiva de la tesis del trauma colectivo que aquí desarrollamos. En efecto, si a la herencia hispánica de que el ocio ennoblece le sumamos la experiencia traumática de que el trabajo impuesto por los conquistadores fue ni más ni menos que trabajo de esclavos, obtendremos como resultado una cierta aversión al trabajo. Nuestra memoria colectiva a partir de la Conquista nos dicta que el trabajo es reservado para los esclavos y los vencidos. La tal holgazanería puede interpretarse además —según lo ha hecho Bosse— como resistencia ante la imposición de otros modelos culturales. Un estribillo brasileño nos dice: "el ocio vale más que el negocio". Se trata de una cultura que valora el gozo y, desde luego, no está obsesionada por la máxima ganancia económica. En todo esto es fácil detectar una veta humanista de tonalidad marxista en las famosas palabras de un anciano moribundo italiano a sus hijos: "¡Nunca permitan que su ocupación degenere en trabajo!" (Bargini, citado en Dealy, 1991, p.217).

Lo que el ahorro y la templanza son para los protestantes, lo son la generosidad y la fastuosidad para los latinos. Nosotros no traemos ni el protestantismo ni el capitalismo en la sangre, sino la herencia de una tierra ubérrima de donde fluye la miel y en donde las frutas estaban al alcance de la mano. En lo que a dignidad y hombría se refiere, tenemos modelos heroicos de estas virtudes en la digna resistencia de un Cuauhtémoc, de un Atahualpa y de un Túpac Amaru.


6.2.- El círculo maligno del subdesarrollo

Acerca de las causas externas macroeconómicas del círculo maligno del subdesarrollo ha corrido mucha tinta, sobre todo a cargo de economistas. A pesar de cierta fobia a la introspección autocrítica, debemos reflexionar ahora sobre las causas internas. Hablo del factor subjetivo, del círculo vicioso que dificulta salir del subdesarrollo. Por lo general se piensa que señalar nuestros defectos es autodenigración, mero rencor —como dice Luis González— o desamor a la patria. Nadie habla de no querer a su patria latinoamericana, y cotidianamente actuamos en contra de ella.

Con Bosse hemos señalado ya el proceder de una cultura que se defiende de las imposiciones del invasor y desarrolla estrategias de sobrevivencia. Por lo demás, el modelo de producción capitalista no encaja fácilmente en otros modelos económicos que además están incrustados en otra visión del mundo. Hemos mencionado también las complejidades de una identidad débil que desemboca en un desempeño ineficaz que, a su vez, parece devenir en "síndrome latinoamericano".

Señalemos ahora un factor estudiado por González Casanova. González Casanova ha hecho hincapié en que probablemente sea una característica de la mentalidad de los conquistados el hecho de elevar lo "nuevo" (o sea, a los conquistadores) al reino luminoso de su Dios. Es decir, se efectúa una transferencia de abajo hacia arriba: de lo terrenal a lo divino, de lo imperfecto a lo perfecto, de lo conocido a lo desconocido. Lo nuevo (españoles) es considerado superior a lo viejo (ellos mismos). Por otro lado, el conquistador europeo transfiere de arriba hacia abajo lo desconocido (la alteridad del indígena) a lo conocido. Lo nuevo es considerado como inferior a lo viejo, o sea, la transferencia es —repito— hacia abajo. Estoy consciente de que estas formas diferentes de comportarse frente a lo totalmente nuevo requieren profundas investigaciones que incluyan el contexto histórico y cultural.

7. La memoria: prerequisito de cualquier emancipación

La emancipación de los pueblos latinoamericanos no podrá seguir esquivando la necesidad de rescatar del olvido la afrenta de la invasión y del régimen colonial establecido por los invasores. Por otro lado, ¿de dónde sacará fuerzas el continente latinoamericano para defenderse de otras invasiones silenciosas del imperio del norte si aún no se ha recuperado del imperio lusoespañol y del imperio vaticano? Seguir olvidando es, entre otras cosas, seguir sometidos a los que están interesados en que no recordemos la ignominia. Freud insistió en que el adulto, mediante el rescate del recuerdo, se emancipa de la infancia. El recuerdo es para Freud eminentemente emancipador, tanto para los individuos como para los pueblos. La culpabilidad de los invasores tiene interés en que no sean recordados sus crímenes, sobre todo cuando éstos han sido asociados a una supuesta religión verdadera: el catolicismo.

Si no hay conciencia del trauma recibido, si no queremos ni siquiera hablar de él, disminuyen las posibilidades de asimilarlo. Sólo elaborando el trauma podremos afianzar nuestra verdadera identidad con todos sus componentes. De ahí podríamos sacar fuerza interior para reconstruirnos y rebelarnos de la prosecución de la conquista realizada ahora por otros medios y por otros agentes imperiales, que ya no son los que hablan castellano y portugués. Quiero señalar aquí que todos los intentos emancipatorios y de verdadero progreso que no partan de la base de reconstruir nuestra golpeada identidad, nuestra dañada base cultural, seguirán condenados a fracasos reiterados. Con esto no pretendo apartar mi mirada de los factores macroeconómicos, ni de los complejos asuntos sociológicos y de toda índole que nos determinan. Simplemente quiero destacar que olvidar lo "inconsciente cultural" (Erdheim) y el llamado "factor subjetivo" (en este caso, factor subjetivo no-individualista) puede seguir acarreando graves dificultades para consumar la lenta "segunda emancipación" que ponga fin a la "interminable conquista"[7] (Dieterich, 1990). Desviándome un poco, permítanme recordar que algunos tropiezos graves del socialismo tienen que ver, a nivel teórico, en confundir el "factor subjetivo" con el individualismo burgués. Las corrientes de ideas que predominaron impidieron ver que en Marx-EngeIs estaba amplia y agudamente considerado dicho factor. La psicología oficial soviética, en manos de Pavlov, tuvo que ver con la importante desviación teórica de tan grandes consecuencias (Páramo Ortega, 1983).

Hablando de la importancia del recordar, mencionemos las palabras del cineasta Akira Kurosawa, testigo presencial del estallido de la bomba atómica en Nagasaki:

...Lo que quisiera transmitir es el tipo de heridas que dejó la bomba atómica en el corazón de nuestra gente. Yo recuerdo bien el día de la explosión y todavía hoy no puedo creer que aquello haya ocurrido en la realidad de este mundo. Pero lo terrible es que los japoneses ya lo echaron al olvido


Puebla/DF, México
Octubre 2007


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Estado de ánimo: estadisticotivo
Escuchando: Silvio Rodríguez - Mariposas

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